Hoy han venido a mi mente imágenes de mi infancia almeriense. He recordado al abuelo José con su porte -grande en estatura, en corpulencia y en bondad- viniendo del mercado, cargando, junto a la compra diaria, una par de cañas de azúcar delgadas y largas como lanzas. Mi abuelo sentado a la puerta de su casa, navaja en mano pelando una caña de azúcar, una cañadú (o cañaduz), dejando caer a sus pies finas virutas de caña. Y nosotros, coro de chiquillos rodeando al abuelo esperando que nos obsequiara con un trozo de aquel manjar espléndido. El abuelo nos iba repartiendo trocitos que nosotros mordisqueábamos largo rato. El placer del crujir de la fibra del cañadú y el dulzor incomparable en nuestra boca. El cañadú se compraba a unos vendedores ambulantes en las plazas y en los mercados. Procedía probablemente de la vega de Adra o de nuestra vecina costa granadina y provocaba la algarabía entre los más pequeños y el capricho de mayores.
Hoy me ha venido todo esto a la memoria porque he ido al hipermercado y en la zona de “frutas tropicales”, entre bandejas de fruta de la pasión y papaya, saltó a mis ojos una de caña de azúcar. Dos pequeños trozos de caña de azúcar, embasados en una bandeja de poliespán y plástico. No pude resistir la tentación y, movida por el impulso de la nostalgia, compré una bandejita pensando sorprender con ella a mi hija. Pero ella, niña de una generación con el paladar habituado a todo tipo de dulces y azúcares enriquecidos con multitud de aditivos, aromas y colorantes, aquel sabor natural le parecía simple y poco atractivo.
Es más, a mí misma no me seducía tanto esa “exótica” caña de azúcar, procedente de algún lejano país tropical, como el cañadú abderitano o granadino de mi infancia. Ni siquiera me parecía tan dulce ¿Efecto de las nuevas técnicas agrícolas? ¿Trampas de la memoria nostálgica? Quizá, pero lo cierto es que ya no había un vendedor ambulante cargado de un haz de cañas y una navaja en la puerta del mercado, en su lugar sólo una bandeja de poliespán en una fría sección de un hipermercado, ni el abuelo a la puerta de su casa repartiendo alegría, ni algazara infantil…
En los recuerdos, los sabores y los olores se aliñan con imágenes, sentimientos y sensaciones, que los hacen irrepetibles. Nunca más volveremos a degustar esos sabores del mismo modo porque no existen nada más que en nosotros mismos.
(Ana)
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Hace 2 años
5 comentarios:
¡Hasta en Almería ha llovido mucho desde entonces!
¡Y cómo han cambiado las vidas de los que se ponían alrededor del abuelo José!
Recuerdo una foto de aquella época, en la que alguien llevaba una camiseta de Heidi...
Y por supuesto no puedes esperar a que tenga el mismo sabor esa caña insulsa que llaman cañadú y que ni recordará de qué color era la tierra dónde se cultivó con aquella nuestra cañadú recién sacada de la tierra.
¡Y vaya si se ha plastificado el cañadú de tus recuerdos!
No sólo se ha plastificado el cañadú sino que precisamente la desaparición de su cultivo en Adra (donde venía desarrollándose desde el siglo XVI en que se construyó el primer ingenio para la obtención del azúcar) tuvo lugar en los años 70 del siglo XX, justo cuando empezaban a propagarse los cultivos bajo plástico en la zona.
Mucho cambió entonces no sólo el hábito infantil de mordisquear cañadú, sino la economía, la sociedad y el paisaje.
Qué entrañable relato, Ana! Has despertado muchos recuerdos en mí, de esos que suelen permanecer en profundo letargo. A medida que leo tus palabras aparecen en mi memoria situaciones parecidas, aunque en tierras alcalainas, claro.
Es curioso: hay experiencias propias del gusto, del olfato, del tacto..que nos marcan para siempre. Me resulta muy especial el olor de la planta del tomate, y no puedo evitar acariciar sus hojas y oler a continuación mi mano, es algo que no puedo evitar cuando visito la pequeña huerta que mi padre suele cultivar en sus ratos de ocio.
También recuerdo una especie de palo con sabor a regaliz amargo (no recuerdo el nombre), que se masticaba hasta la saciedad.. en fin, la poesía de los sentidos.
Jose Ángel, ese palo que tú recuerdas de tu infancia era el "palodú" o "paloduz", que era la raiz de la planta del regaliz y que también era otra chuchería de tiempos menos "sofisticados" que estos de ahora.
Qué bonita esa hitoria. Ya casi no queda caña en la vega de Motril, apenas la que abandonada junto al cauce del río.
Enhorabuena por el blog.
Paco
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